Octubre del veinte veintiuno

He visto la guerra sobrevolar los destrozos que su paso de animal hiriente dejó en el campo. Lo suyo es la marca, la cicatriz. La puntada de sangre. Folios de historias que ya nadie lee, sentencias de pueblos condenados por el olvido y los dolores. Una cruz, como la del miércoles de ceniza, sobre las frentes de los desahuciados. Una cruz, como la del bautizo, sobre los pasos de los penitentes. Una cruz, como la de las tumbas, enmarcada por hebras deshilachadas. Una cruz, como la roja de pedir auxilio, impotente ante las heridas. 

Las manos de Juliana Correa -artista textil han dicho de ella y han dicho bien- escriben con hilos de paciencia la angustia de los nombres que nadie pronuncia. Por eso tienes que leerlos con el corazón dispuesto, que conoce el alfabeto del sufrimiento de nacer y vivir en un país donde todos somos sobrevivientes. Incluso los que aún no lo saben. 

No somos un país.

Somos un retazo.

Estamos rotos.

Somos pedazos de pedazos.

Sumas que restan. ¿Cuántos números son necesarios para medir el pesado peso ingrávido de una ausencia? Sumas que restan. ¿Han llegado ya los notarios del dolor a registrar las estadísticas de la indiferencia? Sumas que restan. ¿Cuántos había ayer que ya no están hoy? 

Juliana es un silencio que no calla; hablan sus manos, su mirada. Cada frase suya es un latido de amor resumido. No te confundas: en la fragilidad también viven el enfado y el reclamo. La máquina de coser también puede ser la máquina de sanar.

Sumas que restan.

Sumas que.

Sumas.

Su.

El olvido es ciego. Por eso la memoria borda. Leemos con la luz de nuestras manos.

Juan Mosquera Restrepo

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